Se impone el examen de Estado como un mecanismo para posgraduados en Derecho. De seguir dilatando este examen, ¡que San Vito y la diosa Temis nos tengan de su mano!
7:06 p.m. | 28 de noviembre de 2014
El tema del excesivo número de abogados existentes en Colombia que, lejos de disminuir, aumenta año por año hasta alcanzar guarismos exorbitantes, no es nuevo.
Hace casi 50 años, el jurista por antonomasia, doctor Darío Echandía, consciente de que la situación ya desbordaba los máximos límites tolerables para un país irónicamente llamado “de leyes y de juristas”, pero en realidad distante de las conquistas modernas de la Justicia y de las urgencias del Derecho contemporáneo, propuso cerrar por cinco años las facultades de abogacía y emprender de inmediato una tarea de largo aliento para reorganizar ese campo de la educación superior.
Según era obvio, la iniciativa del ilustre maestro no cuajó. Universidades públicas y privadas, de alto coturno y, ¡sobre todo!, de garaje, que aquí nacen y mueren como negociados de familia, pusieron el grito en el cielo; reclamaron su sacrosanto derecho a seguir diplomando abogados a tutiplén y con futuro incierto. Argumentaron que reglamentar la carrera de abogacía para hacer más difícil y por lo tanto más fructífera y prometedora la obtención del título era menoscabar la ilusión de miles de bachilleres de convertirse, a la vuelta de pocos años, en jueces promiscuos o municipales, en ruidosos litigantes, así fuesen de baranda, o hasta en profesores de cualquier materia de las hasta entonces más conocidas: civil, penal, laboral y policivo.
Hoy, cuando vuelve a plantearse la conveniencia de establecer, con examen de Estado, algún freno a la verdadera explosión de abogados que con alarmante frecuencia acceden al título exigido para ejercer la profesión, los protestantes esgrimen argumentos casi idénticos, con uno adicional, pero abiertamente insostenible: que las universidades actúan en esta materia bajo el principio constitucional y legalmente establecido de la autonomía y que nada ni nadie puede intervenir en sus actividades académicas.
Esa autonomía no es absoluta, por supuesto. Porque si aquí no se trata de controvertir claros dictados normativos sobre la educación como derecho (C. P. artículos 67 a 69), sino de garantizar que quien se reciba de abogado sea capaz de acreditar no apenas un asomo superficial a los códigos sustantivos o de procedimiento y la “especialización en tutela” que hoy pregonan ostentar miles de aprendices, rábulas y tinterillos, es clarísimo que se impone el examen de Estado como un mecanismo para posgraduados en Derecho.
Con pruebas de alta complejidad, preparatorios ante juristas ‘cuchillas’, tesis exentas de plagio, dominio de dos idiomas, aun trabajos especializados y ojalá publicaciones en revista o en libro (algo así como un “doctorado” indispensable para la tarjeta profesional) se evitará que miles de abogados, sueltos de madrina, sigan llenando al país de mediocridades, nocivas para la Justicia y, eso sí, garantía de desprestigio para tan noble profesión.
De seguir dilatando el examen de Estado, ¡que San Vito y la diosa Temis nos tengan de su mano!
Anaquel. El arraigado vicio de andar por las librerías tradicionales en procura de novedades publicitadas nos priva a veces de hacernos con verdaderas bellezas literarias. Por ejemplo, María Cristina Rivera Ferrer publicó en el 2013 una auténtica joya, de reducido tamaño, pero enorme contenido, con el título Matías de la Rosa y otros cuentos: 246 brevísimas páginas contentivas de 18 relatos sencillos, transparentes, constitutivos en abrevadero de ternura y sencillez. Un libro indicado, sin duda, para estos tiempos en que las más escabrosas memorias delictivas aspiran a llegar, en “libro”, al corazón de la decencia nacional.